Corría no se sabe qué año cuando en la villa de Cobos de Cerrato vivía
un labrador al que se le conocía por EL ROBLERO, hombre apacible y de
buen hacer, amante de la tierra y el paisaje.
Llegada su madurez, el Roblero enfermó en forma misteriosa y
desconocida, motivo por el cual, fueron transformándose sus maneras y
convirtiéndose en un ser huraño, lánguido e insociable.
Dejó de convivir con sus vecinos para convertirse en un hombre solitario
cuya única distracción era el paseo por el campo.
Cierto día, en uno de sus paseos habituales reparó en un roble que en
aquel tiempo se erguía fuerte y sano, pleno de vida e irradiando alegría
en el verdor de su frondoso follaje.
La visión del roble, le produjo tal trastorno, que al verse él en su
estado, comenzó a desear el mal para aquel roble tan hermoso y la
destrucción de toda la naturaleza.
Llegó a desearlo con tal fuerza y con tanta intensidad, que en su
interior se originó el fuego del mal; fuego que se expandió y abrazó su
propio cuerpo convirtiéndolo en cenizas.
Pero el fuego, que es purificador, liberó su espíritu de todo mal
anterior, para que siguiera con su amor a la tierra y al paisaje,
permaneciendo libremente y para siempre cuidando al viejo roble de la
villa de Cobos de Cerrato.
Anónimo
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